Es curioso, porque a pesar de lo mucho que me gusta el género de terror, tanto en su vertiente literaria como cinematográfica, a la hora de escribir pocas veces me he decantado por este tipo de historias, especialmente desde que retomé la vocación allá por 2005. Y curioso resulta también, que precisamente una de mis escasas historias de terror para Action Tales sea también una de las que me siento más orgulloso (uno de esos extraños casos en los que el resultado final coincide con esa idea tan "molona" que había surgido en la cabeza de uno); la portada podéis verla justo aquí al lado, por cierto.
Hoy vengo a presentar un relato autoconclusivo protagonizado por el Fantasma Desconocido, Hombre Omega, disponible en Showcase #3. Un relato que a pesar de estar protagonizado por este personaje de DC Comics, no requiere ningún conocimiento previo sobre él ni su entorno para poder abordarlo, y por tanto resulta completamente accesible para cualquier lector al que simplemente le gusten las historias de terror.
Y bueno, la historia comienza tal que así...
Sólo
pienso en correr. Correr con toda la energía que pueda extraer de estas piernas
inmóviles. Mi corazón se agita violentamente en el pecho, pero la sangre no
circula por mis venas. Mi voluntad, mi determinación, ¿mi vitalidad?, se
concentran en el movimiento -el
movimiento no existe; ni siquiera es una ilusión, puedo darme cuenta-.
¿Dónde
estoy?, me pregunto. Miro sin ojos a mi alrededor: un largo y estrecho pasillo
débilmente iluminado. Me resulta familiar su olor a polvo y aspecto de finales
del siglo XIX, sin embargo no logro situarlo en ninguna casa que recuerde.
Y tras de
mí –de mí: yo, todavía soy yo- hay algo cuya apariencia ignoro, pero que
provoca en mi mente el más puro e incontrolable terror. Tengo miedo; está a
escasos metros de mi espalda –no siento
nada, ¿tengo una espalda?- y debo huir. Tengo que huir. Quiero correr como
si toda mi existencia dependiera de ello.
Soy
incapaz de volver mi rostro para descubrir su presencia. No lo necesito. Sé que
está ahí.
Mis
piernas no se mueven, pero muy lentamente comienzo a avanzar por el pasillo –no me sigas, no me sigas, no me sigas-.
Los pensamientos se agitan en desorden incontrolado, como chispas escapando de
una hoguera; mi mente, vuelta del revés.
He
llegado al final del pasillo y veo un interruptor al alcance de mi mano. Luz,
pienso, sí, la luz acabará con todo: destierro para el terror; exilio para el
dolor –nada duele, ¿por qué no duele?-.
Mi mano
no se ha movido, pero está sobre el interruptor. Con ansia apenas contenida lo
presiono. Y lo vuelvo a presionar. Mi corazón da un vuelco inmóvil en su
inmóvil prisión: la luz no aparece y la penumbra sigue conmigo.
Pierdo el
control. Está tras de mí y no puedo escapar. Me precipito hacia delante –mis piernas siguen inmóviles- con
desesperante lentitud, doblo la esquina del final del pasillo y veo lo que mis
ojos ya sabían que iban a encontrar: una escalera infinita de pendiente
imposible y escalones ridículamente estrechos. No puedo ver su fin en el fondo
del abismo –el pasillo, la casa, han
desaparecido: sólo existe el abismo-.
Dudo.
Encuentro la resolución en mi interior. Vuelvo a dudar. Siento su respiración
en mi nuca. Me arrojo hacia la escalera. No puedo mantener el equilibrio en mi
bajada. Caigo al vacío. Floto. Vuelo.
Despierto.
Despierto
gritando. Todos gritamos aquí.
Continúa en Showcase #3
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